martes, marzo 16, 2010

Se fue mi mujer

Se fue. Mi mujer, mi Doris. Fue de pronto y sin haber previsto la posibilidad. Sólo vivíamos y planeábamos. Dibujábamos el futuro a medida que pasaban los días. Queriamos viajar, queríamos ver a los niños crecer. Queríamos criar juntos a este nuevo retoño.
Se fue y es injusto. Es injusto por ella, porque le quedaba una vida por vivir, porque tenía sueños grandes y porque se había postergado a sí misma mucho tiempo para empezar a cumplirlos. Es injusto porque era la mujer más buena sobre la tierra, la mejor madre y la mejor compañera de vida.
Es injusto porque nos deja solos, porque habrá dos niños que la recordarán y la necesitarán, y un tercero que nunca la habrá conocido.
La puedo homenajear, pero no quería eso, la quería conmigo. Puedo seguir su ejemplo, pero no quería eso, la quería conmigo. Nadie, nunca, será como ella, y cada minuto sin ella, cada vez que respiro y no está es un dolor insoportable, un azote ubérrimo y sanguinario.
No es justo, no es correcto, no puede ser natural. No hay un sentido ni una razón. No puede haber una lógica en algo tan contrario al deber ser.
Es cierto: de no ser por mis hijos, mis tres hijos, no estaría en pie. Pero el mundo ahora tiene un vacío, un enorme vacío. El amor a mis hijos es lo que me permite seguir respirando a pesar de ese espacio y de una inconmensurable soledad.
Es injusto y me rebelo a la providencia culpable de su partida. Al Gran Arquitecto le falló el plano, la omniciencia y la sabiduría. Hizo oídos sordos. Nos miró y no quiso tender su mano superpoderosa. Nos miró y decidió ser cruel.
Se fue mi Doris. Mi Dorita. La variable que daba sentido al universo, al movimiento de los astros, a levantarse diariamente. No está. Y la extraño.

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